A lo largo del vasto Cúmulo de Centauri, existen ruinas ancestrales ocultas bajo las rocas y los escombros: los restos enterrados de aquellos que nos precedieron. Un ciclo interminable de civilizaciones, humanas y Celestials, que alcanzan la gloria y luego se desmoronan hasta convertirse en polvo. Mundos abandonados y olvidados hasta que una nueva generación llega para construir sobre lo que quedó atrás, creando una capa sobre otra.
Para las naves Arca que llegan ahora, las que quedaron vagando por la negrura del espacio durante milenios, estas ruinas son una esperanza. Al explorar estos mundos vacíos, encontramos restos dispersos de tecnología avanzada que podemos usar para aumentar nuestra comprensión y tener una base para apoyarnos. Los huesos ancestrales nos dan un esqueleto sobre el que podemos construir.
Pero no todas las ruinas son benignas. Algunas ocultan mucho más que piedras desmoronadas y máquinas abandonadas. Siguiendo el camino de quienes nos precedieron y esperamos que no nos lleve también al colapso y la desesperación. Al excavar cada vez más hondo en las profundidades, ¿descubriremos los secretos de la supervivencia a largo plazo o desenterraremos horrores inimaginables que deberían haber permanecido enterrados?
—Es un páramo. Pese a la armadura blindada, Brian se encorvó contra el viento y la lluvia. A su alrededor había un mosaico recargado de bloques y grietas, losas de piedra peligrosamente inclinadas.
—Son ruinas —le corrigió Reese.
—¿Qué diferencia hay?
—En que aquí vivió alguien. Y nosotros también podríamos —señaló.
—¿Sí?
—Hemos detectado energía, ¿recuerdas? —le recordó Reese—. Alguien se ha dejado la luz encendida.
—O un reactor a punto de sufrir una fusión del núcleo —refunfuñó Brian. Eligieron el camino con cuidado, escalando y haciendo rápel para subir y bajar por el terreno abrupto. El planeta entero era así: una ruina conectada con otra. Eran las cenizas de una civilización muerta que había durado siglos. Su final había sido repentino y catastrófico. Se habían bombardeado hasta quedar destruidos o alguien vino de otro lugar y lo hizo. Hacía tanto tiempo de aquel apocalipsis nuclear planetario que el tiempo y la radiación habían borrado hasta su explicación.
Poco después encontraron una vía para bajar, atando cuerdas y descendiendo con cuidado a un espacio subterráneo con columnas y edificios llenos de huecos vacíos. A sus antiguos ocupantes les gustaban las ventanas diminutas, demasiado altas para que un humano normal mirara a través de ellas, y no les gustaban las líneas rectas. Y murieron, comprendió Reese. Y no se habían dejado una luz encendida a pesar de lo que habían detectado. Las luces del traje escudriñaron la penumbra en todas direcciones y solo hallaron más de lo mismo. Una calle curvada tras otra y ventanas diminutas cerca del techo bajo. Arte, de vez en cuando: colores metálicos apagados que devolvían destellos de color gris azulado o naranja. Sobre una pared cóncava se veía un complejo diseño de círculos y líneas conectadas; una pintura abstracta o quizá un mapa del centro de la ciudad.
—Podemos vivir bajo tierra —dijo—. Como estas personas. En cuanto averigüemos cómo lo lograron.
—No lo lograron —dijo Brian con rotundidad.
—¿Qué?
—Quienes construyeran esto no eran los mismos que los de arriba. Arriba había losas planas grandes. Aquí todo son círculos. Esto fue la superficie. Los que vinieron después lo cubrieron todo y se olvidaron de ellos.
Aquella idea le dio escalofríos. Las ruinas de arriba tenían más de mil años y estaban muertas. ¿Cuánto tiempo habían vivido antes del final? ¿Y cuánto tiempo había estado vacía esta capa habitable inferior antes de que aquellos otros desconocidos vinieran a establecerse aquí?
Poco después, descubrieron que los que habitaban la superficie no habían olvidado a sus predecesores enterrados. Al contrario: cuando su propio mundo se vio amenazado, habían excavado. Había señales de asentamientos improvisados y de reedificación de varios espacios con paredes curvas. Los refugiados de arriba habían venido aquí y... ¿qué? No habían dejado rastros suficientes para dar a entender que hubieran pasado aquí mucho tiempo.
—Murieron —sentenció Brian—. Toda la superficie se iluminó con átomos divididos, Rees. Seguro que ya estaban enfermos cuando llegaron aquí.
—La capa de roca es lo bastante gruesa como para protegerlos. Quiero averiguar adónde fueron. Hemos detectado energía, ¿no?
—¿Crees que aún están vivos ahí abajo?
—Puede ser.
Brian negó con la cabeza dentro del casco. —A saber la pinta que tendrán. Si descubrimos una civilización de caníbales ciegos, será culpa tuya.
—Si vas a ponerte tan pesimista, deberías haberte quedado en la Tierra —le dijo ella.
—Nací en la nave —señaló él—. No todos pudimos dormir todo el viaje. Había algo más en aquel reproche: la división entre huidos y nacidos, pero tendría que esperar porque habían encontrado una escotilla.
Era de metal negro y estaba instalada en el suelo. La corrosión no la había dañado y tenía tallados unos patrones extraños que llamaban la atención. Era octogonal y tenía cuatro metros de diámetro. Ni la escala ni el estilo cuadraban con lo que tenían alrededor.
Por un momento se quedaron mirándola. Después, Brian empezó a hablar y ella levantó una mano enguantada para interrumpirlo.
—Pero...
—Brian, ibas a decir que detrás de esto hay cosas malas y yo no quiero oírlo. Lleva abajo. A las secciones que tienen energía. Tecnología que funciona. Robots alegres que nos dirán que nuestros deseos son órdenes.
—Justo antes de matarnos a los dos.
—Brian, vete a... Ven aquí y ayúdame a abrirla.
Si no hubiera sido por otros que los precedieron, no habrían podido. Alguien con más conocimientos de tecnología ya había estado allí. Encontraron paneles abiertos y cables al aire. Tomando algo de energía de sus trajes, la inmensa escotilla se separó en secciones triangulares y se abrió en silencio. Reese se asomó al borde y miró hacia abajo
.
—Se dejaron la luz encendida —suspiró. Le temblaba la voz. La luz verdiblanca dispersa estaba muy abajo. El espacio al que se abría la escotilla era cavernoso, otro mundo debajo del mundo. El flanco metálico de una máquina inmensa se perdía en la oscuridad. Tenía líneas onduladas sobre los lados; piedra depositada después de miles de años de goteo de agua. Pero la luz seguía encendida y se oía un retumbar profundo y distante, poco más que una vibración, que hablaba de motores gigantescos aún activos, desafiando a la entropía.
Se dejaron absorber por el abismo. Unas pálidas lámparas colgaban a su alrededor como una constelación enferma, suspendidas por frágiles restos de hilo. Brian alcanzó uno y el hilo apenas visible le rozó la punta del guante, un sedal extraordinariamente fino.
Por fin en el suelo, por todos lados se alzaban los flancos desgastados de máquinas inmóviles: no era una ciudad, sino una fábrica o una planta industrial de proporciones impensables. Mientras recuperaban el aliento, oyeron el entrechocar del metal: se aproximaba alguna clase de habitante. Se agacharon bajo la cubierta del motor parado más cercano y esperaron.
Lo que pasó ante ellos era un armazón esquelético de metal que caminaba como un humano y que arrastraba una maraña de cables y tubos rotos. Cuando pasó junto al resplandor de una lámpara colgante, vieron que sus entrañas de aspecto plástico se retorcían como si la luz las alimentara. Unos antiguos mecanismos de reparación tejían cables y componentes que volvían a deshacerse un instante después, una y otra vez, en un ciclo interminable de reparación y deterioro. Después se perdió en la oscuridad, perceptible solo por el decreciente ruido metálico de sus pasos.
—Eso es un problema —dijo Brian.
—Una oportunidad —lo corrigió Reese—. Es tecnología recuperable. Nos puede enseñar mucho. Se aferraba con desesperación a cualquier aspecto positivo.
Siguieron adelante, agrietando con sus pasos la fina piel de piedra depositada que recubría el suelo, en busca de señales del avance de los refugiados. Más adelante, alguien había arrancado un gran panel irregular de uno de los motores. Aceleraron el paso. Había luz en el interior, un resplandor azulado distinto al de los faroles colgantes.
Estaba tan ansiosa por ver lo que había allí que casi se cayó dentro. No había suelo, solo un abrupto hueco que daba a un nivel inferior. Brian la agarró del cinturón cuando se inclinó hacia delante, y por un momento se quedó allí colgada, mirando hacia abajo. Entendiéndolo.
Cuando Brian tiró de ella, Reese se quedó quieta un momento, recuperando el aliento y ordenando sus ideas.
—Tenías razón —dijo al fin—. Aquí no pintamos nada. Tenemos que seguir adelante. Habrá mundos mejores.
Si Brian se sorprendió, no dijo nada. Solo asintió. Volvieron a la cuerda en silencio.
Ella había mirado hacia abajo y los había visto. A los habitantes de aquel lugar muerto. Ni siquiera habría sabido decir si eran quienes habían construido los motores, o las casas curvadas de arriba, o si eran refugiados de la superficie. Habían sido cientos. El tiempo y el paso del agua los habían recubierto con una piel de piedra, borrando sus rasgos, inmovilizándolos para siempre en la postura en la que murieron. Agazapados en una gran masa, con los brazos extendidos para protegerse de la fuerza impensable que había puesto fin a sus vidas. Con la espalda arqueada y la cabeza echada hacia atrás. Lo bastante humanos como para que ella hubiera podido leer el horror de sus últimos instantes. No habían sobrevivido a lo que había destruido su mundo.
Y más allá, a través de los huecos del suelo, había visto un nivel más profundo, iluminado con la luz roja de otras lámparas. Vigas, agujeros, engranajes que giraban lentamente. Y aún más allá, adonde apenas alcanzaba la vista, un abismo salpicado de puntos blancos; y sin duda había más, más adentro. Los mundos de los muertos, hasta lo más profundo. Informaría de ello en el Arca. No era un mundo en el que asentarse y ni siquiera servía para recuperar restos. No era un mundo en el que poder vivir. Solo morir.
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