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UN MAL ENCUENTRO A LA LUZ DE LA LUNA: UN VÍNCULO A TRAVÉS DEL TIEMPO

14 de febrero de 2025
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Archetype Entertainment

La vida como Itinerante es única: tu mundo son las estrellas y tus tareas diarias siempre cambian según el rumbo que lleves o aquello que estés cazando. El hogar y el corazón se convierten en ecos lejanos. La búsqueda de Vestigios, reliquias y armamento que puedan ayudar en la lucha por la humanidad es el motor de tu logística y tu sustento.

Es emocionante. Desafiante. Vigorizante. La vida del Itinerante tiene todo eso. Pero también es aislada. Y solitaria. Se pasan años, o incluso décadas, lejos de los amigos, la familia y el hogar. En cada Éxodo, se corre el riesgo de no regresar nunca más. ¿Quién vendría a buscarte? ¿Quién tendría la más mínima idea de cómo encontrarte? El viaje de un Itinerante suele ser urgente y lo lleva a lugares desconocidos.

Pero en la soledad de tu vocación, hay una conexión que trasciende el espacio y el tiempo: el vínculo eterno que compartes con otros Itinerantes. Al embarcarte en cada Éxodo, sabes que hay otros ahí fuera iguales que tú. Compatriotas y competidores, todos con misiones similares cruzando las estrellas. Y aunque rara vez están cerca, siempre los tienes presentes.

De vez en cuando, esos momentos que habitan los rincones más oscuros de tu pensamiento te invaden. Podrías quedar atrapado en un lugar o un tiempo tan aleatorio y distante que acudir allí desafiaría toda lógica y sentido común. En esos lugares, no puedes evitar preguntarte quién te encontraría si algo saliera mal.

Quizá encuentres la respuesta donde menos te lo esperas. Hasta en la inmensidad del espacio, el nexo que se forma entre Itinerantes perdura, atravesando los estragos del tiempo y las cicatrices de viejas traiciones. Es lo que nos une. Nos ata. Nos convierte en Itinerantes.

Había pasado cinco días en la luna (según el estándar Elequeri, es decir, siete días terrestres) antes de activar la baliza. A regañadientes, porque hasta entonces nunca había pedido ayuda y le reconcomía tener que hacerlo. Sin esperanza, porque ¿quién iba a escucharla?

Eliase Quento, la gran exploradora, profanadora de tumbas, destructora de fantasmas, interlocutora de las mentes desmoronadas de la tecnología vestigial, iba a morir aquí.

Nadie tenía interés en esta luna, pero ella había seguido mapas desenterrados en excavaciones de los Elequeri, La cultura que había dejado sus ruinas en aquel mundo, ahora humanizado, había tenido varios asentamientos en otros sistemas. Eran destinos de peregrinaje. Su civilización había tenido la estabilidad y longevidad necesarias como para que las distancias fueran triviales para ellos. Para Eliase, significó un cambio de caras, de mapas urbanos, de geopolítica, pero así era en el instante en que las ansias de explorar te llevaban a ver más soles que el propio. Se aprendía a no apegarse a lo que quedaba atrás.

Y menos mal, ya que no voy a poder volver. Nadie la lloraría. Nadie levantaría la copa. Siempre supondrían que volvería al cabo de un año, una década, una generación. Todos los que la conocían envejecerían y morirían dando por hecho que iba a volver un día de estos.

Los archivos que había recuperado ni siquiera insinuaban que el antiguo lugar de peregrinaje estuviera defendido por unas baterías láser bien serias. Las contramedidas de su nave los había destruido, pero no antes de que la llenaran de agujeros, dándole apenas tiempo para ponerse el traje a toda prisa y domar los mandos para convertir una colisión catastrófica en un simple aterrizaje forzoso, Tarea que había cumplido con un éxito bastante moderado.

Después, había pasado cinco días recuperando todas las piezas que se pudieran reutilizar. Tratando de represurizar al menos una parte de la nave, luego la habitabilidad y después los motores. Fue entonces cuando se quedó sin piezas y sin posibilidades, porque nunca iba a poder repararlas.

No había presencia humana en este sistema. Algunos de los otros mundos tenían poblaciones de metamorfos, quizá también de Celestials que se alejaban de todo. Pero aquí no había ninguna de ambas cosas y a nadie le iba a importar.

He visto muchas cosas. La asaltó una repentina necesidad de registrarlo todo, de dejar constancia de su vida para la posteridad. Pero la nave seguía fallando y, además, ¿quién iba a leerlo?

Junto a su nave estrellada, un palacio destruido por el vacío montaba guardia en silencio, sus puertas abiertas como las fauces de un gato. Se había aventurado en su interior el segundo día y había hallado un complejo que se adentraba en las profundidades de la luna. Había luces allí abajo, y había vislumbrado los movimientos inestables de los fantasmas que llevaban a cabo sus quehaceres ancestrales. Era la veta madre de la tecnología antigua, pero tanto ella como su material estaban demasiado hechos polvo para aprovecharla.

Quizá un día los últimos estertores de la baliza atrajeran a otra persona que pudiera hacer realidad la promesa de este lugar. Quizá le dedicarían algún pensamiento a su cuerpo marchito.

El séptimo día llegó una respuesta, pero fue aún peor. Porque era de Solaire Misza.

Las pantallas de Eliase estaban agrietadas y la imagen de la mujer era como un rompecabezas incompleto y con piezas dispersas. Solaire era morena, de rasgos planos, con el pelo como las púas de un erizo. Había más calor en su ojo mecánico que en el de verdad. Probablemente porque Eliase era el motivo de que lo tuviera, igual que Solaire era el motivo por el que la pierna derecha de Eliase, de rodilla para abajo, era en su mayor parte artificial. Del mismo modo que Solaire había destruido la anterior nave de Eliase, y Eliase había matado al amante de Solaire allá en Elequer, hace diez años personales y cien según el estándar Elequeri.

«Me has seguido», la acusó Eliase.

«¿Que te he seguido? He seguido un rastro. Registros antiguos, mapas estelares, referencias en guías del espacio muertas». Detrás de Solaire, una figura porcina flotaba en gravedad cero. Su único compañero de tripulación: un cerdo Esclarecido del tamaño de un vehículo personal que se ocupaba del funcionamiento de la nave.

«Parece que me has despejado las defensas», observó Solaire. «Qué sorpresa más grata. Después de tres generaciones enfrentándonos en Elequer, por fin me haces un favor».

«Acércate y te hago otro», gruñó Eliase.

Solaire le dedicó la sonrisa de una mujer que tiene la ventaja absoluta. «No tengo claro si es mejor dejarte ahí o tirarte una roca encima para acabar con tu sufrimiento ¿Te acuerdas de Banderai, cuando estaba en lo más profundo del hielo y me cortaste las cuerdas?».

Eliase asintió. «Ojalá me hubiera quedado a asegurarme. ¿Te acuerdas tú del puesto orbital de Tzarkov? Mataste a mi cita. Estábamos bailando. Llevabas esa dichosa pistola Celestial, la de las balas que esquivan a la multitud».

«Técnicamente, fuiste tú la que salió con mi objetivo», señaló Solaire. «Y se lo había buscado. Era imposible que no supieras que era una tirana. Acababa de mandar fusilar a once mil personas en aquella rebelión».

Eliase frunció el ceño, se acordó y asintió. «Supongo que por aquel entonces era una noticia candente. Ahora es historia. Pero me habría gustado terminar el baile».

El rostro de Solaire no mostraba expresión alguna. Su ojo metálico giró y se centró. Era una pieza metamorfa, no se había ideado para humanos. Antaño, cuando había estado gritando y pataleando con media cara volatilizada, su tripulación no había tenido muchas más opciones.

«Desiran», dijo.

«Ya empiezas otra vez», se quejó Eliase. «De eso ya hace varias vidas humanas, Solaire. Supéralo».

«Había sentado la cabeza», dijo Solaire. «Me había retirado del juego. Y aun así, tuviste que venir a por mí».

«Yo no lo maté».

«No hizo falta. Después de lo que le contaste sobre mí, tuve que matarlo yo mismo».

«No le conté ninguna mentira».

Solaire asintió. «¿Y eso de qué me sirve? Y quería contárselo, daba lo mismo. Un viaje, ver otra estrella, y al volver, quienes recordasen lo que había hecho estarían en el geriátrico. Pero para él la herida estaba fresca y no pudo perdonarme. ¿A quién le importa ahora? Ha pasado un siglo. Han construido un centro comercial en el sitio en el que derramamos toda esa sangre». Hubo un cambio de tema repentino. «Capto lecturas de energía. Se ve que has encontrado el gran yacimiento. Qué pena que no puedas llenar las sacas y hacerte rica en Elequer».

«Ojalá los fantasmas acaben contigo», le espetó Eliase.

Solaire asintió distraída, todavía inexpresiva. «Voy a enviar otra unidad de impulso», dijo. Detrás de ella, el jabalí resopló con intriga y luego se puso manos a la obra.

«¿Qué?», preguntó Eliase.

«Para tu nave. Digo yo que aún tendrás lo bastante de mecánica como para instalarlo. Está algo fea, pero podrás arrastrarte cojeando hasta casa».

Eliase la miró fijamente. «Me odias. Yo te odio a ti y tú a mí».

«Es un buen resumen de nuestro historial, sí», coincidió Solaire.

«Pues regodéate y acaba de una vez».

Solaire pareció vieja, solo por un instante. No por su edad, sino por todos los años que habían pasado en Elequer mientras ella y Eliase se perseguían de una estrella a otra, haciéndola pasto de la relatividad.

«Nunca voy a odiar a otro ser humano tanto como a ti», le dijo a Eliase. «Me has quitado muchísimas cosas, tantas como yo te he quitado a ti. Pero siempre he podido contar contigo para odiarte. Todos los demás, ya los amara, los odiara o no pensara en ellos ni una vez, están muertos. Envejecieron. Ya no estaban cuando volví de una u otra misión. El tiempo se cobró sus vidas; el tiempo y la vida planetaria. Pero lo que sigo teniendo es a ti. Así que repara la nave, vuelve a Elequer y sigamos odiándonos la una a la otra».

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