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Donde apenas alcanza el oído

23 de octubre de 2024
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Archetype Entertainment

No todas las naves Arca llegaron a Centauri al mismo tiempo, hija mía, y no todas lograron establecer un asentamiento. Los que llegaron primero, los que evolucionaron y se convirtieron en lo que ahora llamamos Celestials, no siempre fueron unos anfitriones amables. A veces toleraban a los humanos que llegaron siglos... o milenios después. A menudo, nos esclavizaban o nos explotaban. Otras veces nos ignoraban. En muy raras ocasiones, incluso parecía que nos ayudaban.

Pero aunque compartimos un origen común, los Celestials se han convertido en algo poshumano, inhumano. No son nuestros aliados. No son nuestros amigos. Lo mejor es evitarlos sin más, en la medida de lo posible. Asentarse en mundos que los Celestials han abandonado o ignorado. Planetas en los que las colonias humanas puedan prosperar y florecer por méritos propios.

Aun así, al descubrir uno de estos escasos mundos de los que no se apropiaron, cabe preguntarse: ¿por qué sigue vacío?



—Ya veo cuál es el problema —dijo Ollie—, pero no veo cuál es el problema.

Steven lo miró extrañado. —¿Cómo?

—Me refiero a que... pasa algo raro con los núcleos de algunas células. Diría que es aleatorio, pero hay como... un patrón.
—Yo no lo veo. Solo veo una patata —dijo Steven—. Lo que quiere decir que esto es problema de Ci-Ag y no de Genética.
—Pero hablamos de los genes de la patata.

—¿Sabes lo fácil que lo tienen los de Ci-Ag en este planeta? —Steven se estaba empezando a calentar—. A ver, es verdad, todavía no hay oxígeno. Faltan otras cinco generaciones para que nuestros bichitos extremófilos produzcan el suficiente para poder plantar patatas en el exterior. Pero hay una octava parte de la gravedad terrestre. Las temperaturas son las de un día de sol en Nebraska. Todo son llanuras enormes, Ollie. Llanuras enormes de una tierra tan repleta de hidrocarburos que son como sustrato, pero sin los bichos que se comen las patatas. Basta con poner una cúpula y meterle aire. La Madre Naturaleza extraterrestre ya ha hecho lo más difícil. Y a pesar de todo, ¿qué hacen ellos? ¡Echar a perder las patatas! Y encima, nos pasan el problema a nosotros.

—Están echadas a perder por dentro, así es —dijo Ollie con asombro mientras miraba otra micrografía más de pares de bases alterados. En teoría, en aquel desorden estaba el código genético que haría crecer las patatas, pero nadie lograba resolver el rompecabezas—. ¿Te has enterado de lo de la sección de teratología? Muchos están desarrollando «tumbores».



—¡Patatas! —gritó Steven—. No fastidies, ¡si son la comida espacial por excelencia! Hasta un payaso que se quedó aislado pudo cultivar patatas. ¿Has visto esa película antigua, Ollie? ¿La del astronauta ese que cultivaba patatas? ¿Cómo se llamaba...?

" —¿«La patata sideral»?"

—¡«La patata sideral», esa! Y nosotros tenemos las mejores cartas planetarias que podrían habernos tocado, pero esos idiotas de Ci-Ag no son capaces ni de...

Ollie ya no lo escuchaba. Cada imagen nueva parecía perforarle la mente. Había algo más que un patrón en la distribución de las células de patata dañadas. Había un mensaje. Lo había oído antes, justo en el momento de quedarse dormido. Una voz apenas más alta de lo que alcanza a captar el oído que susurraba... cosas terribles, cosas increíbles.

—Steven —dijo, notando que le vibraban los dientes—. ¿Tú oyes eso?

" Steven seguía despotricando sobre lo ineptos que eran los que cultivaban las patatas."

Ollie hizo un ruido. Debía haber sido una palabra, pero le salió como un zumbido gutural desde lo más profundo del pecho.
—¿Cómo? —preguntó Steven, interrumpiendo su alegato—. Ollie, acabas de vomitar un... No fastidies, ¿eso es medio pulmón?

Ollie se volvió hacia él, notando la sangre en la barbilla y encharcándole los dientes. —Oigo... —balbuceó—, oigo... —Y lo oía, y tenía que asegurarse de que Steven también lo oyera, pero el sonido no entraba como debía por los oídos de Steven, así que tenía que abrir otra entrada para el sonido, para que le entrara en el cráneo. Se abalanzó sobre él, notando cómo la garganta de su compañero cedía bajo sus dedos, con la mandíbula abierta de par en par para poder roer la carne de Steven.



La grabación tuvo el impacto suficiente como para silenciar toda la sala. Un hombre que se volvía contra su compañero y lo devoraba salvajemente, con una locura caníbal total sin ningún tipo de aviso previo. O eso parecía al menos. La autopsia (de los dos hombres, ya que Ollie le había desgarrado la garganta a Steven antes de que nadie pudiera intervenir) había revelado las huellas dactilares del auténtico asesino.

Dalina Vael, jefa médica, empezó a pasar de una en una las imágenes de sus hallazgos en las pantallas de los tripulantes del Arca y de los gobernantes civiles.

—Un colapso catastrófico de la estructura intracelular se extendió por todo su cuerpo —explicó—. Hemos visto señales parecidas antes, en etapas previas a esta. El Sr. Ollie tenía varios síntomas que quería que le vieran, pero los daños no le habían afectado a los órganos principales, por lo que estaba en los puestos inferiores de la lista. No pudimos examinarlo antes de que le llegara al cerebro.

—¿El qué? —preguntó alguien—. Ahí fuera no hay nada vivo, ni siquiera a nivel microscópico. Y, de todos modos, hemos tomado hasta la última precaución de cuarentena. Todo se examina, se irradia, se filtra mediante escáneres... ¿Cómo puede haber algo?

—Y ¿cómo se cura? —gritó otra persona de fondo.

La doctora Vael se quedó inmóvil, jugueteando con la pantalla, moviendo la boca con nerviosismo.

—¿Doctora? —le preguntó el capitán del arca—. Si se trata de un agente biológico que interactúa de alguna manera con nuestro organismo, ¿qué se nos ha podido pasar? ¿Cómo lo vamos a filtrar?

—No es un agente biológico —espetó Vael—. De hecho, tardamos demasiado en averiguar lo que era, porque lo que buscábamos era eso. Porque veíamos cómo estos síntomas de bajo nivel acababan con las cosechas, nos hacían enfermar... y ahora, esto. Fue lo que dijo Ollie lo que por fin me puso sobre la pista. Apenas se oye por detrás de los desvaríos de Steven. «¿Tú oyes eso?», dice. Por supuesto, le hemos mirado los oídos y no había infección. Apenas los tenía dañados, pero... uno del equipo de Geofísica se quejaba de tener alucinaciones auditivas. Como un zumbido permanente, una especie de acúfeno vibratorio. Le dijimos que no era nada. No nos creyó. Tomó una parte del kit antisísmico y la reprogramó. Y tenía razón. Sí era algo. Ahora mismo está ingresado con insuficiencia hepática aguda. Pero tenemos sus resultados.

—¿Es algún silicato? ¿Una microestructura geológica? —la interrumpió alguien—. No creo que haya algo tan pequeño que nuestros filtros no lo capten.

—No es eso —dijo ella con paciencia—. Es... el planeta. No es en absoluto algo pequeño. Es algo muy grande.

—El planeta —repitió el capitán con desdén—. ¿El planeta nos hace enfermar?

Al menos, aquello bastó para sofocar el parloteo por primera vez desde que habían visto a Ollie perder la cabeza.

—Díganme una cosa —contestó ella—. ¿Alguno de ustedes ha oído un sonido, casi imperceptible? ¿Cuando hay silencio, de noche? ¿Cuando están solos? ¿Y se dan cuenta de que siempre lo oyen, solo que es tan suave que, en casi todo momento, lo tapan otros ruidos? Como un silbido, un zumbido... Yo sí lo he oído—. Se fijó en los rostros que mostraban algún gesto y en los que no, y nadie admitió nada—. Si no hablan porque no quieren admitir que están enfermos, deben saber que oír el sonido solo significa que sus oídos captan mejor ciertas frecuencias. Afecta al cuerpo de todo el mundo. A todo ser vivo que hacemos crecer aquí. A todo ser humano.

—¿Se trata de un ataque?—, quiso saber alguien.

—Ni siquiera es eso—dijo—, porque un ataque sería algo comprensible, algo a escala humana. Es el planeta —dijo con impotencia—. Movimientos geológicos de las placas tectónicas, a gran profundidad, que crean una vibración armónica constante totalmente distinta a nada que hayamos visto en la Tierra. Nos desbarata las células del núcleo hacia fuera. Los patrones que observó Ollie reflejan las formas de las onda de ese sonido. Nos pasa a todos. Nos enferma a todos.
—¿Cómo lo evitamos? —exigió saber el capitán.

—No se puede —dijo ella—. No es un germen ni una toxina, ni siquiera es una radiación. Es una vibración que recorre todo el planeta. Por lo tanto, aunque haya muchos otros factores a nuestro favor, tenemos que marcharnos. Es un mundo de muerte, y si nos quedamos, su música nos matará a todos.

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