De los innumerables metamorfos creados para servir a sus amos Celestials, la mayoría son meras herramientas: desechables, olvidadas y pensadas para trabajar, como los robustos Arkavir o los incansables Rexxana. Pero, además, están los Malabrachts.
Los heraldos.
Elegantes. Deslumbrantes. Irremediablemente hipnotizantes. Estos metamorfos privilegiados no penan en las sombras ni viven sometidos bajo un yugo, sino que descienden de las estrellas como embajadores de una edad de oro perdida, y pisan tierras extranjeras con la gracia de unos conquistadores que no precisan cadenas. Su sola presencia causa asombro y sus voces son una sinfonía de persuasión. Ataviados con túnicas vaporosas, perfilados en oro y bañados en tonos vivos, son la encarnación del esplendor; tanto que los no iniciados podrían inclinarse ante ellos al confundirlos con los propios Celestials. Un error que corrigen con una sonrisa de seda y la promesa susurrada de las maravillas que están por llegar.
No llegan como conquistadores. Al principio, no.
Los Malabrachts llegan como benefactores, heraldos de la prosperidad y el refinamiento a los que han enviado para allanar el camino a sus esperados amos: los Vástagos Brillantes de las Dinastías Prestaviranas. Traen regalos. Luego, peticiones. Poco después, exigencias. Todo debe estar en orden. No puede haber irregularidades ni despilfarro. Nada antiestético.
Son altos. Inquietantemente gráciles. Su piel pálida de alabastro desprende un polvillo tenue y brillante que queda suspendido en el aire. Este polvo está cargado de compuestos psicoactivos que aumentan la predisposición en cualquier ser que guarde relación biológica con los mamíferos terrestres. Donde un humano tendría pelo, ellos muestran unos cilios cristalinos que brillan y ondean al darles la luz. Pero lo más inquietante de todo es su memoria. Un Malabracht no olvida nada: historias enteras, genealogías, costumbres de imperios desaparecidos mucho tiempo atrás. Aun así, sus amos legendarios cayeron hace diez mil años. En su devoción fanática, o bien no lo saben o se niegan a creerlo.
Al principio, su presencia es un milagro. Los cultivos florecen. Se restablecen las ruinas. Las civilizaciones renacen.
Pero sus obsequios tienen un precio.
Hacen falta trabajadores. Hay que recolectar materiales. Se deben construir grandes salas. Estatuas, tapices, canciones... Todo debe elaborarse con una precisión milimétrica, todo en honor de unos gobernantes que nunca llegarán. Negarse es algo impensable. Contrariarlos es desastroso.
Cuando la verdad se ha hecho evidente, ya es demasiado tarde. Los Malabrachts ya no son huéspedes generosos: son los arquitectos de un nuevo orden: el de las leyes rígidas, la reverencia impuesta y la devoción absoluta a un trono que lleva milenios vacío.
Una especie tan perdida en la veneración que exige lealtad a una dinastía que desapareció hace mucho tiempo. Una especie que domina incontables sistemas estelares y los prepara para unos amos que nunca llegarán. Y lo peor de todo es que los Malabrachts creen de verdad que lo hacen por el bien de todos.
No traen la guerra. No traen la conquista.
Traen obediencia.
Sin embargo, por donde ellos pasan surge la oportunidad. Para los recuperadores, los buscadores de fortuna, los valientes y los desesperados, hay tesoros ocultos en los monumentos que los Malabrachts dejan a su paso. Bóvedas clausuradas hace siglos. Bancos de datos que rebosan conocimientos olvidados. Reliquias de tecnología cuasidivina a la espera de que las encuentren.
Y en algún lugar entre esas ruinas doradas..., un secreto que incluso los heraldos han olvidado.